Nos pasamos la vida buscando a una persona a la que entregarle todo lo que somos. Sentimos la necesidad de demostrar cuánto somos capaces de dar y ser por alguien. Sin darnos cuenta de que, al perderla, se acaba llevando todo. Aspiramos a una dependencia emocional que nos produce una frustración enorme al darnos cuenta de lo peligroso que es que nuestra felicidad no esté en nuestras propias manos. Convivimos con la absurda idea romántica de lo apasionado que es perder la cabeza por alguien. Y no podemos estar más equivocados. Lo realmente extraordinario es que una persona sepa que es capaz de ser feliz sin ti, pero aún así prefiera estar contigo. No por necesidad, sino por elección propia. Lo más fascinante es que una persona te abra las puertas de su vida porque quiere compartirla contigo. Pero no te la entrega: la comparte. Empecemos a acabar con esa posesión enfermiza: las personas no somos cosas. Aprendamos de una vez a que no hay que aferrarse a nadie, más que a uno mismo. A nues