Entradas

Nunca seré capaz de explicar cómo me sentí cuando te fuiste porque fue como si de repente todas las palabras, emociones, sentimientos, recuerdos y penas del mundo entero se hubiesen declarado la guerra dentro de mí. Sentí un dolor tan sumamente profundo que solo quería desaparecer. Irme contigo, aunque no supiese a dónde te estabas yendo. Nunca he creído en nada, pero desde que te fuiste me gusta pensar que sigues aquí, entre nosotras. Que cuando de repente encuentro algo que había dado por perdido o las cosas no están donde yo las había dejado, eres tú intentándome decir que estás aquí. Que esa es la forma que has encontrado de hacerme ver que sigues cerca.  Ahora vivo con miedo a olvidar cosas que ya no podrás contarme. Con la certeza de que ha llegado un punto en mi vida en el que jamás volveré a ser tan feliz como un día lo fui. Preguntándome si te dije todo lo que quería que supieras. Si aproveché el tiempo contigo. Si te fuiste en paz. Revivo momentos que no se repetirán y les do

Reconstruirse

Lo bueno de haberme destruido hasta mis cimientos fue que yo misma pude ir reconstruyéndome juntando las piezas de todo aquello que aprendí. Lo bueno de haber estado tan rota es que cuando comienzas a recomponerte ya no quieres volver a incluir aquellos pedazos de ti que te llevaron precisamente a acabar tan mal. Porque, por suerte, lo vivido te ha hecho aprender. Has crecido, te ha convertido en una mejor persona. Gracias a ello, has entendido qué cosas jamás volverás a permitir. También has comprendido el poder del amor y, sobre todo, a saber enfocarlo de un modo positivo, sano.  Algo que se ha roto jamás podrá volver a ser lo mismo que era antes. Pero eso no debe asustarte: a veces puede convertirse en algo mejor.

Controla tus pensamientos y no dejes que sean ellos los que te controlen a ti

A veces nosotros mismos creamos problemas que solo existen en nuestra cabeza. Nos inunda la inseguridad y nuestros temores se ven reflejados en pensamientos que se pasean casi sin permiso por nuestra mente. Sufrimos de antemano por cosas que en la mayoría de ocasiones ni siquiera ocurren. Lo que tenga que venir, vendrá. Pero de nada sirve sufrir por ello antes de tiempo.  Existe un proverbio chino que dice...  Si tienes un problema que no tiene solución, ¿para qué te preocupas? y si tiene solución... ¿para qué te preocupas?

A veces dos brazos se convierten en refugio

Me gusta que me quieras porque haciéndolo me has enseñado una de las lecciones más obvias y valiosas de la vida, que hasta entonces no había entendido: el amor no duele, cura.  Te repara. Cicatriza las heridas que ni el tiempo es capaz de sanar. Te salva. Del mundo. De las personas que no te hacen bien. Del dolor. De los malos pensamientos. Incluso a veces de ti misma. Te protege. Te hace sentir que existe un sitio en el mundo donde puedes ser tú misma. Donde hay alguien que te escucha y se preocupa por intentar entenderte. Donde compartir las piedras que cargas a tus espaldas para que pesen menos.  El amor son dos ojos que nunca van a permitir verte caer. Es un espejo para cuando quieres ver todo lo bueno que hay en ti. Es el consuelo de aquellos que, aún sabiendo las vergüenzas y desgracias que nos rodean, saben que siempre habrá un lugar en el que sentirse a salvo de todo ello. El amor te sostiene. Y te enseña que, a veces, dos brazos se convierten en refugio.

Una huida hacia el lugar de siempre

Intenté alejarme, Pero tu amor me había calado hasta los huesos. Y nadie puede huir de lo que lleva dentro

Te fuiste sin hacer ruido. Y yo siempre fui de hacer oídos sordos

Me perdí entre tus dudas hasta que me encontré de bruces con la certeza más dura: A veces nos empeñamos en salvar lo que ya hace tiempo que perdimos. Te fuiste sin hacer ruido. Y yo siempre fui de hacer oídos sordos.

El único juez al que le lloro es mi conciencia

Todo lo malo que puedas decirme ya me lo he dicho yo antes. El daño que quieras hacerme nunca será mayor del que yo misma me provoqué hace tiempo. El único juez al que le lloro es mi conciencia. Aprendí a ser a base de machacarme, de juzgarme, de desmenuzarme tras cada error que sentenciaba como imperdonable. Pero un día aprendí que debía dejarme ser. Que tenía que parar de cuestionarme. Darme un respiro. Permitirme equivocarme y dejar de autoexigirme lo que ya sabía imposible. Pero, sobre todo, dejar de culparme de que lo fuese. He dormido y convivido con el enemigo: lo llevaba dentro . Tuve que combatir contra mis demonios y hacer las paces con los monstruos que dormían bajo mi almohada.  Y si algo me enseñó todo aquello es que hay que dejar de escuchar las voces que te restan. Que te consumen. Que te hacen sentir pequeña. Y no pasar por alto que a veces esa voz es la propia.  Hay que dejar de ser el dedo que señala y condena para convertirse en la mano que abriga. Que sostiene y su